CUANDO VOLABA POR LA HABITACIÓN
Era mi infancia. Mi padre me obligaba a dormir temprano, solo, en la habitación que compartíamos todos. No había electricidad; la oscuridad lo cubría todo como una manta pesada. El silencio era tan profundo que podía escuchar mis propios latidos. Me aferraba a la cobija, con ese miedo inocente pero real que la oscuridad despierta en un niño. No recuerdo en qué momento me quedaba dormido, ni cuándo el resto de la familia entraba a acostarse. De pronto, lo sentía. Unas manos frías, huesudas, con uñas largas, se cerraban sobre mis brazos. Mi cuerpo se elevaba lentamente hacia el techo —un techo alto, que parecía interminable—. Desde allí veía a los demás durmiendo en sus camas, inmóviles, como si estuvieran atrapados en un sueño profundo del que nadie podía despertar. Quise gritar, pero mi voz no salía. Quise soltarme, pero estaba atrapado. El miedo me congelaba. No era un sueño cualquiera: sentía la presión de esas manos, la fuerza que me arrastraba hacia arriba, el vértigo de fl...